Por Lic. Daniel Bocanegra Osornio.
El pasado veintidós de abril se conmemoró un día más del denominado “Día Internacional de la Tierra”, éste año particularmente, bajo la consigna “crear conciencia y alfabetizar”. Hoy más que nunca, cobró una relevancia singular, pues sirvió como la excusa perfecta para que convergiera el movimiento “Marcha por la Ciencia”, todo ello derivado de la implementación de la Política regresiva en materia de medio ambiente asumida por el Gobierno de los Estados Unidos, encabezada por nuestro viejo conocido Donald Trump, así como por las reducciones presupuestales para la Agencia de Protección Ambiental, el Departamento de Energía, la NASA y la Agencia Oceánica y Atmosférica.
Es menester el hacer hincapié en que el presente comentario no condiciona ni genera una crítica infundada respecto de los planes de acción o programas en los que se sustenta la política de medio ambiente de nuestro país vecino, pues ello sería tanto como primar la intromisión en la soberanía de una Nación Extranjera, de lo cual nos hemos quejado hasta el hartazgo. Sin embargo, sí es una opinión aislada que, con toda certeza, en nada influirá en la prosecución de toma de decisiones, pero que tiene mucho que ver con la situación que vive nuestro país en materia de derechos humanos.
El estallido de un pozo de petróleo en Santa Bárbara, California, en 1969, considerado hasta hoy el mayor desastre ecológico en aguas estadounidenses, inspiró que cada 22 de abril se celebre el Día de la Tierra. Tal acontecimiento derivó en la consolidación del derecho al acceso a un medio ambiente sano para el desarrollo y bienestar de las personas.
Fue precisamente un 22 de abril de 1970 en los Estados Unidos, engendrado en el seno de la comunidad universitaria, el inicio de los movimientos pro medio ambiente. En aquél lejano primer movimiento, se dieron cita más de 20 millones de personas, bajo las premisas de inclusión, no discriminación, y por supuesto, la de crear conciencia común sobre las amenazas ambientales
Irónicamente, en pleno 2017, después de casi medio siglo desde el inicio de dichos movimientos ambientalistas, y después de que el mundo celebrara que en la Administración de Barack Obama se implementara el Plan de Energía Limpia de los Estados Unidos (segundo país contaminante en el Planeta), el cual tenía como propósito reducir la utilización de combustibles fósiles en Centrales Eléctricas, aminorando la emisión de Gases de Efecto Invernadero (GEI) en la atmósfera de la Tierra, y buscando aminorar el curso acelerado que el calentamiento global viene presentando en el planeta desde el siglo XIX, hoy la situación es por demás discordante. Se privilegia en el núcleo de la Casa Blanca la explosión y empoderamiento económico en detrimento del medio ambiente y el Cambio Climático, bajo un aura de escepticismo respecto de las evidencias científicas que responden al aumento de la temperatura en el planeta.
Tales políticas medioambientales asumidas por el expresidente Obama fueron producto particular de dos acuerdos internacionales. El primero de ellos, dentro del marco de la Cumbre Asia-Pacífico de 2014, de la cual derivó el acuerdo entre el Gobierno Estadounidense y el Gobierno Chino, en el cual ambas naciones contrajeron compromisos recíprocos, la primera en reducir en un 28% la emisión de GEI para 2025, y la segunda en dejar de aumentarlas para 2030.
Y la segunda, el Acuerdo de Paris de 2015, emitido dentro de la Conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, acogiendo con satisfacción la aprobación de la resolución A/RES/70/1 de la Asamblea General de las Naciones Unidas, titulada “Transformar nuestro mundo: la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible”.
Ahora bien, pese a los antecedentes a los que hemos hecho referencia, aunado a las evidencias científicas que han sostenido la veracidad del aumento de la temperatura global producto de las poco contraladas emisiones de Gases de Efecto Invernadero, a Donald Trump parece inquietarle muy poco este tema, potencializando una política que dista de ser una que se preocupe realmente por la dignidad de todo ser humano en este planeta.
Así, el Presidente Trump se ha empeñado una y otra vez en plantear una política nacionalista, y que muchos llamarían, incluso, egoísta. La médula de las acciones gubernamentales de esta nueva gestión en materia de medio ambiente, tiene que ver con una percepción arcaica de un nacionalismo a ultranza, en el cual se tiene que, muy a pesar de los esfuerzos de la comunidad internacional para frenar el aumento de las temperaturas en el planeta, la economía nacional está por encima de los intereses globales. Lo dicho, favoreciendo en tal medida, a las industrias que más contaminan en el mundo, pero que históricamente han sido representativas, y a juicio de Trump, baluartes del crecimiento económico, financiero e incluso político de los Estados Unidos, como lo son aquellas dedicadas a la explotación, producción y aprovechamiento de combustibles fósiles.
El mandatario norteamericano, en el documento denominado “Plan Energético América Primero”, reafirma el dominio que le otorga la energía en materia económica y política, con la convicción de que Estados Unidos tiene más recursos energéticos que los principales productores en el mundo. A diferencia de otros momentos de la historia de ese país, la situación no es de crisis energética, sino de abundancia de recursos pensados para fortalecer la competitividad internacional de Estados Unidos frente a otras potencias, e incluso en clara competencia con otros países productores de energía.
Ante tal postura, el panorama mundial no puede ser más que desalentador. Lo anterior no solo por el hecho de que los Estados Unidos, un país considerado el segundo mayor contaminante del planeta, tenga intenciones de adoptar tales medidas o plataformas de explotación y producción, sino que además nos evidencia que encontramos en plena regresión, y que, sin temor a equivocarme, impactará de forma demoledora a las relaciones entre las naciones, y por supuesto, en la tutela de la dignidad de todos los seres humanos que habitan este planeta.
Las nuevas acciones ejecutivas del país norteamericano no pueden ser consideradas más que productos de una regresión infundada. El Plan de Energía Limpia, instaurado por el expresidente Obama, según estadísticas de la Agencia de Protección Medioambiental (EPA), había traído como resultado hasta 2015, la generación de tres veces más de los niveles de energía eólica y veinte veces más de energía solar desde 2008, así como un aumento de diez veces más en el ritmo de creación de empleos, en contraste con las demás industrias.
Bajo tales resultados, ¿cómo es que se puede considerar que la creación de nuevas tasas impositivas a las industrias dedicadas a la generación de energías limpias, es un catalizador que estimula el desarrollo económico? Desde ninguna óptica a mí parecer, sin embargo, estimado lector, usted tendrá la mejor opinión al respecto.
La apreciación retrógrada del derecho al acceso de las personas a un medio ambiente sano y adecuado para su desarrollo y bienestar, implica a su vez un deterioro en la dignidad de las personas, tanto en su integridad física, como en aspectos tan trascendentales como el libre ejercicio de su personalidad, su estado emocional o sus conductas psíquicas, en pocas palabras, obstáculos para vivir dignamente.
El derecho a un medio ambiente sano trae consigo una serie de derechos interdependientes e indivisibles entre sí, como lo es la conservación de la biodiversidad –como agente primordial en el equilibrio de los seres vivos en el planeta–, el acceso al agua, el derecho a la salud, el derecho a una vivienda digna, entre muchos otros.
Consecuentemente, los efectos adversos que se originarían con motivo de la aceleración en el aumento de la temperatura en el planeta, producto de un poco entendido principio de función ambiental de la propiedad, traería consigo una afectación a todos los derechos de los cuales gozamos, de ahí lo preocupante de las novedosas políticas estadounidenses, y el temor de que ello se convierta en un efecto dominó.
El clima en el planeta indudablemente está cambiando. La intervención de las personas en nuestro clima ya no es sutil, es evidente, al igual que los impactos, en la forma de inundaciones, sequías, incendios y temporales en todo el planeta. El año pasado se confirmó como el año más caluroso desde el siglo XIX: 1.1 grados Celsius por encima de la era preindustrial. La información recogida por la NASA y la NOAA (Agencia Nacional Atmosférica y Oceánica) sitúa el aumento global de las temperaturas a una distancia peligrosamente próxima al “techo” de un aumento máximo de 1.5 grados Celsius, fijado por el Acuerdo de París.
El panorama para el futuro es incierto, al grado que cada vez son menos apreciables los cambios de estación. Políticas pro combustibles fósiles intensifican este cambio; resultaría absurdo que esto no fuera así. Por ello, si los programas y decretos del Presidente Trump en materia ambiental y de energía se implementan a cabalidad, es deber de todas las naciones del mundo intervenir activamente a fin de contrarrestar un mal que se engendra desde el país más poderoso del planeta.
Es obligación de todas las naciones del orbe, garantizar el derecho de las personas al acceso a un medio ambiente sano y adecuado para su desarrollo y bienestar; lo que implica tratar de mitigar la morbilidad y el aminoramiento del desarrollo físico y mental de las personas, hasta por el máximo de los recursos disponibles, así como asistir a aquellos países que, en función de su condición precaria, no puedan garantizar tan preciado derecho a sus ciudadanos.
Adicional a lo anterior, no es solo una cuestión que le corresponda al Estado, sino que toda persona debe contribuir al correcto saneamiento de su entorno, por más pequeño que sea. No permitamos que los movimientos sociales pro medio ambiente se queden en una mera exposición de inconformidad, sino que se traduzcan en acciones tangibles que consoliden una solución a tan desastroso futuro que se avecina. Transformemos nuestro mundo.